Llegar a ser futbolista de élite siempre es tremendamente complicado, pero si vives en el Amazonas, las posibilidades se reducen de tal manera que parecen inexistentes. Sin embargo, Iriney desafió a la lógica y superó un sinfín de adversidades hasta convertirse en lo que hoy es: el ídolo de la afición del Betis.

 

Su historia no tiene desperdicio. Nació el 23 de abril de 1981 en Humaitá, un municipio brasileño situado en el corazón de la selva más grande del mundo, aislado de las grandes ciudades y al que sólo se puede acceder por mar o aire. “La carretera era horrible. No pasaba nada ni nadie. Para ir a la capital hay que coger obligatoriamente el barco. El Amazonas es, en extensión, como España, Italia, Francia y Portugal. Es mucha tierra y mucha frondosidad para tan poca gente”, relata Iriney a ESTADIO. 

 

A muy temprana edad tuvo dos cosas claras: que quería ser futbolista y que para lograrlo tendría que emigrar, ya que nadie se fijaría en él jugando en los campos de su pueblo. “Allí no hay ojeadores. Yo veía mucho la tele, me fijaba en los chavalitos que jugaban al fútbol en Sao Paulo y Río de Janeiro y le decía a mi madre: “Mamá, yo quiero ser futbolista”. Ella me decía que persiguiera mis sueños hasta encontrarlos”. Yeso fue lo que hizo. 

A los 14 años se le presentó la oportunidad de exhibirse a nivel regional en la Copa dos Rios y aquella edición le cambió la vida a Iriney. “El viaje fue durísimo. Tardamos tres días en llegar sin bajarnos del barco. Por suerte, jugué bien y los dos mejores clubes de la capital, Nacional y Río Negro, me quisieron fichar. Me decanté por Nacional, me quedé estudiando allí y ya no volví a jugar más al fútbol en Humaitá”. Había subido el primer peldaño, pero aún estaba lejos de alcanzar la cima... y lejos de sus familiares. “Echaba mucho de menos a mi gente, pero tenía un objetivo que cumplir, y antes de disfrutar, debía sufrir. Si yo hubiese sido una persona cómoda, no me habría movido de mi casa”.

 

Desde el punto de vista del escaparate futbolístico, Manaos era mejor que Humaitá, pero mucho peor que Sao Paulo, así que Iriney volvió a hacer las maletas en busca de su felicidad. “Cogí el autobús y tardé dos días en llegar. Mi hermana había solicitado mi inscripción en un equipo de allí, el Botafogo de Ribeirão. Llegué un mes antes de la prueba y empecé a jugar ‘peladas’ con los chavales. Cuando llegó el momento, convencí a los entrenadores y me quedé”. Hasta entonces no supo lo que era entrenarse con regularidad, aunque gracias a su genética, se adaptó con facilidad. Sus evoluciones como centrocampista total, pues atacaba con el mismo ahínco con el que defendía, llegaron a los oídos de Luis Pereira, el que fuera jugador del Atlético de Madrid e internacional con Brasil. Éste se quedó prendado de sus cualidades y le gestionó una prueba en el conjunto colchonero. “Fue una experiencia buena, pero no me quedé. Era muy joven y me quedaba mucho por mejorar, pero prometí que algún día volvería a España”.

 

Y cumplió su palabra. Antes, debutó como profesional en Brasil en las filas del Sao Caetano, un equipo modesto que atravesaba por aquel entonces el mejor momento de su historia, llegando a alcanzar la final de la Copa Libertadores. El éxito colectivo colocó a todos sus jugadores en el mercado e Iriney logró dar el salto definitivo a España, comenzando en el Rayo Vallecano la trayectoria ascendente que todo el mundo conoce. 

Ahora, en plena madurez, echa la vista atrás y se siente orgulloso de su recorrido. “Tiene mucho mérito salir de donde yo he salido, de un sitio tan privilegiado y adorado por todos, pero en el que es imposible dedicarse al fútbol. Sinceramente no conozco a nadie de mi zona que haya llegado a la élite y por eso estoy seguro de que ha sido Dios quien me ha escogido”.